Antonio Sánchez García
ND
Los resucitados del Cocal de los Muertos [1]
7 January, 2011
“¿Quién iba a creer que la invasión, frustrada por la acción de nuestras fuerzas armadas y la decisión y el coraje de nuestra clase política, tendría éxito cuarenta años después, sin disparar un solo tiro y sin poner un solo hombre en las playas venezolanas? Quiso el destino que esta apetecida Nación enfermara de estupidez y pusiera al frente del gobierno a un militar inescrupuloso y felón, que no sólo le entregaría la república al tirano de La Habana, sino que lo financiaría para conseguirlo. Si no lo cree, entérese por los medios. El mismo fracasado comandante Soto Rojas es el actual presidente de la Asamblea.”
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El sueño eterno de Fidel Castro desde su asalto al Poder fue apoderarse del petróleo venezolano. Luego de la rotunda negativa del recién electo Rómulo Betancourt a regalarle una sola gota, como se lo señalara en una extenuante reunión celebrada en Caracas en enero de 1959, en que quedara en claro que una enemistad irreconciliable los separaría de por vida, los dados estaban echados. Tarde o temprano, la mano del comandante Castro se extendería hasta Venezuela, incidiría sobre sus desarrollo político y de una u otra forma, con la ayuda de las armas o del destino, terminaría por extender su revolución sobre la principal reserva estratégica de Occidente.
Desde entonces, hace cincuenta y dos años, no cesó en su tarea de zapa de la institucionalidad de la recién estrenada democracia venezolana, que se erguía como la única alternativa real al foquismo castrista para un continente desorientado que perdería en sus empeños y embates castristas de este último medio siglo a varias generaciones de argentinos, uruguayos, chilenos, bolivianos, peruanos, ecuatorianos, colombianos, guatemaltecos, nicaragüenses, salvadoreños. Miles de jóvenes latinoamericanos ofrendados en la locura teledirigida desde La Habana y la mano extendida de la Unión Soviética y China.
Inmediatamente después de regresar a La Habana con la cola entre las piernas, comenzaron sus esfuerzos por entroncarse con la izquierda venezolana, la del Partido Comunista de Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, siempre fiel a los lineamientos dictados por la Unión Soviética, y la que poco después, el 9 de abril de 1960, se desgajaba de AD y conformaba el MIR, con Américo Martín, Moisés Moleiro, Simón Sáez Mérida, Héctor Pérez Marcano. A la vera de esas dos principales ramas del comunismo venezolano, sobrevivieron los remanentes de un extremismo militarista vinculado a las fuerzas armadas desde la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez, en torno a la figura de Douglas Bravo. La clase política venezolana, a poco andar su vigoroso esfuerzo democrático, de gran y ejemplarizante incidencia en los destinos de América Latina, se partía en dos bloques: el inmensamente mayoritario de los grandes partidos históricos – AD y COPEI, fundamentalmente – fiel al proyecto de fundar la república liberal democrática sobre las bases establecidas por sus líderes históricos – principalmente por Rómulo Betancourt – y una minoría de extrema izquierda, vanguardista y decisionista al extremo, que insistió en boicotear y destruir ese esfuerzo tras la ilusión de reproducir en nuestro país los fastos de la revolución cubana. Consciente de que jamás alcanzaría el poder por la vía electoral y sin contar con un algún factor histórico imponderable: la crisis económica, social y política del país y/o la emergencia de algún Mesías uniformado.
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Contando con el apoyo de importantes sectores de las fuerzas armadas, esas fuerzas de extrema izquierda protagonizaron los cruentos cuartelazos de Carúpano (2 de Mayo de 1962) y Puerto Cabello(2 de junio de 1962), saldados con centenas de muertos y graves pérdidas materiales. Y fieles al propósito de boicotear la consolidación del sistema democrático, buscaron impedir la realización de las elecciones presidenciales de 1963 mediante la violencia. Castro, atento al proyecto, envió una tonelada de armas, perdidas en las costas de Falcón. Después de ser derrotado el abstencionismo con una participación electoral de más del 90% tuvo perfectamente claro que la consolidación de la democracia venezolana pondría un dique a su expansionismo imperial y lo obligaría a mantener su revolución en los confines de su aislamiento geográfico. Fue cuando decidió apostar todas sus cartas al derrocamiento del régimen democrático, el desarrollo de la lucha armada según los parámetros de la guerra de guerrillas librada en Cuba contra Fulgencio Batista y el asalto al Poder para instaurar una dictadura comunista en Venezuela.
He insistido en señalar que la aventura desesperada del Ché Guevara en Bolivia, que corre en paralelo a las invasiones del castrismo en Venezuela, fue más una escaramuza distractiva que un movimiento estratégico por sentar una cabecera de playa en el continente e iniciar la conquista de la región. A este último y ambicioso proyecto de expansionismo continental subordinó Fidel Castro todas las acciones que emprendió conjuntamente con la izquierda extrema venezolana. La joya de la corona no era un país pobre y desarticulado, perdido en las selvas y planicies del corazón del continente, con una extensa población indígena afincada en el más remoto pasado, sino un país joven en plena efervescencia política, recién liberado de una dictadura como la de Batista mediante un movimiento insurreccional, con hondos sentimientos libertarios e igualitarios, con un corazón definitivamente situado a la izquierda de las querencias políticas, con amplias y cercanas costas como para montar una invasión armada en toda regla, dominando el frente norte del continente y vinculado por ríos y llanos con Colombia, en donde ya florecía la guerrilla de Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo. ¿Por qué no apostar a una gran Colombia marxista leninista y hacerla extenderse montada sobre una oleada de petróleo por la América del Sur?
La extrema izquierda venezolana no esperó el impulso de Fidel Castro para irse al monte y montar sus frentes guerrilleros en los estados Falcón, Miranda, Anzoátegui, Monagas, Sucre y Lara. Y compitiendo por conquistar el apoyo estratégico y logístico así como el necesario financiamiento de la Secretaría América del Estado cubano – encargada de coordinar las acciones político militares en el continente – transmitieron a la jefatura castrista las leyendas de su exponencial crecimiento, su cercanía inmediata a los centros urbanos y la inevitabilidad de una próxima conquista del Poder. Fue entonces que Castro, definitivamente orientado hacia la expansión mundial de su proyecto político celebra la famosa Conferencia Tricontinental, en enero de 1966, propone y acuerda con la dirigencia del MIR y de las fuerzas de Douglas Bravo – ya el PCV se había separado definitivamente de la vía insurreccional – dar su pleno respaldo a una invasión con fuerzas combinadas cubano venezolanas a territorio venezolano.
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Dicha invasión tuvo lugar en dos fases. La primera, en junio de 1966, y luego de meses de preparativos bajo las directas instrucciones del propio Fidel Castro, comportó la presencia de 15 combatientes de élite del ejército cubano comandados por el entonces capitán Arnaldo Ochoa Sánchez, convertido posteriormente en héroe del ejército cubano tras sus éxitos en África y fusilado veintidós años después por Fidel Castro, cuando de vuelta de sus campañas africanas apuntara como el prospecto de la Perestroika para suceder a Castro en el Poder e iniciar un proceso de transformaciones. Contando con un único participante venezolano: Luben Petkoff. Desembarcaron en Chichiriviche en junio de 1966 para incorporarse al frente comandado por Douglas Bravo. La segunda tuvo lugar en mayo de 1967, conformada por cuatro milicianos venezolanos – Héctor Pérez Marcano, Moisés Moleiro, Américo Silva y Eduardo Ortiz Bucaram – y cuatro altos oficiales cubanos: Ulises Rosales del Toro, Raúl Menéndez Tomassevich – ambos miembros del Estado Mayor y altos funcionarios del régimen – Silvio García Planas y el doctor Harley Borges. Desembarcaron en el Cocal de los Muertos, algunas millas al oriente de Machurucuto, para incorporarse al frente de El Bachiller, comandado por el mirista Fernando Soto Rojas, alias comandante Ramiro.
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El resto es la historia de un patético, lamentable y estruendoso fracaso. Cuatro de los soldados cubanos que sirvieron al desembarco en el Cocal de los Muertos fueron arrastrados por el oleaje hasta Machurucuto, donde uno desapareció y tres fueron capturados. Uno de ellos, Tony Briones Montoto, fue fusilado en el sitio para verse redimido cuarenta años después por un busto conmemorativo – Dios sepa por qué acción heroica – alzado bajo la mirada y el auspicio del ex capitán de aviación William Izarra, padre del tristemente célebre periodista Andrés Izarra. Otro se suicidó en las mazmorras de la Digepol. Mucho antes de esa fatídica madrugada del 8 de mayo y sin que los invasores tuvieran la menor noticia Soto Rojas había huido de El Bachiller con los pocos hombres que sobrevivieran a la cacería de los zapadores venezolanos, para ir a refugiarse en el Parque Nacional Guatopo. Sin otra intención que reponer sus fatigas, sus derrotas y sus graves enfermedades. De sus centenas de guerrilleros habían sobrevivido en pésimas condiciones 21 combatientes, desesperados y confundidos, decididos a volver cuanto antes a Caracas para reponerse de la malaria, la disentería, la desnutrición, la leihmaniasis y las heridas. Allí, en Guatopo, se encontraron con los ocho invasores, que los alcanzaran tras una penosa y desesperada travesía de más de dos meses de hambre, desesperación y locura.
Obligados a dejar el lugar, partir hacia otros frentes los venezolanos y volverse a La Habana los moribundos comandantes cubanos, montaron una única y muy frustrante emboscada asesinando a unos desprevenidos soldados venezolanos que se desplazaban por la carretera cercana en un jeep del ejército. Ese fue el heroico acto de quien había dirigido el asesinato masivo de los guerrilleros anti castristas en El Escambray, Raúl Menéndez Tomassevich, ya fallecido, y de quien fuera ministro de azúcar y hoy uno de los más fieles hombres de Raúl Castro, Ulises Rosales del Toro. Éste último juez instructor de la causa que condenara a muerte al comandante Arnaldo Ochoa Sánchez y al coronel Tony de la Guardia.
Aunque Usted no lo crea, fueron compañeros de esta sórdida y desmarañada aventura venezolana. En el mismo lapso transcurrido hasta el regreso de los patéticos invasores del Cocal de los Muertos, Ochoa Sánchez y sus quince compañeros habían recibo la orden perentoria de Fidel Castro de volverse a La Habana. La operación se saldaba con un brutal fracaso. Una derrota en toda la línea.
¿Quién iba a creer que la invasión, frustrada por la acción de nuestras fuerzas armadas y la decisión y el coraje de nuestra clase política, tendría éxito cuarenta años después, sin disparar un solo tiro y sin poner un solo hombre en las playas venezolanas? Quiso el destino que esta apetecida Nación enfermara de estupidez y pusiera al frente del gobierno a un militar inescrupuloso y felón, que no sólo le entregaría la república al tirano de La Habana, sino que lo financiaría para conseguirlo. Si no lo cree, entérese por los medios. Ese mismo fracasado comandante Soto Rojas, absolutamente desaparecido de la escena política durante cuarenta años, es el actual presidente de la Asamblea. Es uno de los resucitados del Cocal de los Muertos.
[1] Véase LA INVASIÓN DE CUBA A VENEZUELA, Antonio Sánchez García y Héctor Pérez Marcano, Los libros de El Nacional, Caracas, 2007.
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